– Tu no tienes valores, toda tu vida es nihilismo, cinismo, sarcasmo y orgasmo
– ¿Sabes? En Francia con ese slogan me habrían hecho presidenteDeconstructing Harry (Woody Allen, 1997)
Si llamé Alice ou la dernière fugue a mi primer blog, en honor al estrambótico film homónimo de Claude Chabrol (1977), su alter ego requería igualar la apuesta con Deconstructing Harry (Woody Allen, 1997).
Harry es un escritor maduro que alcanza el éxito con novelas basadas en sus experiencias personales donde, con todo lujo de detalles, vuelca desde fracasos matrimoniales tras infidelidades de vodevil, hasta parodias rocambolescas del cuñado de turno. Una fama cuyo peaje es ser odiado por ex-mujeres, parientes y amigos sin, en contraposición a sus novelas, discriminación por edad, religión o sexo. Sin embargo, de haber sido posible un ostracismo cognitivo de sus allegados, estaríamos ante el crimen perfecto al que aspiró Hitchcock en 1954, y que me inspiró en su día Deconstructing IKEA.
Mordaz y kafkiana, la trama se articula en torno al viaje de Harry a su antigua universidad. Una road movie más temporal que espacial, donde ficción y realidad se funden y nos confunden, acabando Saturno devorado por sus hijos literarios. A nivel de dirección, se nota que en su momento Allen fue un admirador de los Chabrol, Rohmer, Resnais, Truffaut o Godard de la nouvelle vague. En particular, hay momentos donde se percibe un cierto homenaje a les 400 coups (François Truffaut, 1959) y à bout de souffle (Jean-Luc Godard, 1960), por mucho que el genial director lo enmascare.
Y es que en el fondo, Harry es el reflejo de Allen mirándose en los espejos cóncavos del Callejón del Gato. La diferencia estriba en que Max Estrella lo hizo cuando la carcoma había consumido el esqueleto del imperio, y Allen lo hace mientras los galeones aún transportan oro negro para la shell. La película encierra la eterna dicotomía tragedia-comedia, a caballo entre Aristófanes y Ionesco, donde podríamos llorar, pero donde acabaremos riendo. El colmo del absurdo surge al conocer que la universidad que le rinde homenaje en su día lo expulsó. Una invitación que ejerce de peripecia transformadora, desencadenando los acontecimientos para que el otrora héroe épico mute en trágico tirando a ridículo.
Harry paga el precio de usar a su entorno de cobayas sin poder ocultarlo. Aunque cabe preguntarse si no utilizó la publicación para abrir de par en par una caja de pandora que lo asfixiaba. A esta apertura asiste en diferido el espectador, que va siguiendo el rastro esparcido de baldosas amarillas como buenamente puede. Finalmente, y sin saber cómo, todo acaba por encajar. Es la última estación del viaje exterior e interior en busca de pretextos que permitan hacer las paces con el pasado. La clave consistía en saber identificar al sempiterno conejo blanco.
Woody Allen nos presenta una matriz de 2×2, con pasado/presente en abscisas y vida/novelas en ordenadas. Y todo fluye hasta que realidad y ficción acaban por degenerar en un trastorno de identidad disociativo proyectado en sus conocidos y sus creaciones literarias. Por momentos pareciera atrapado en un libro de “elige tu propia aventura”, buscando una salida al bucle social al que está condenado. Incapaz de modelar a su imagen y semejanza el mundo real, Harry finalmente desiste de luchar contra los elementos, para sumergirse en el imaginario donde todo encaja.
A poco que se conozca la vida de Allen, es evidente que se está deconstruyendo a sí mismo, proyectando en Harry sus propias experiencias, para que éste a su vez las deconstruya. A falta de psicólogos, blanco predilecto de burla, bien vale una redención cinéfila en tercera derivada. La película trasciende la pantalla. Es la obra cumbre de un arquitecto diseñando un hades a medida donde poder descansar.
Cae el telón con una cita que, sin ser bíblica, debiera serlo, pues define magistralmente la esencia humana. Toda la gente conoce la misma verdad; nuestra vida consiste en como decidimos distorsionarla.
Y en ello estamos…
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